INFINITO INTIMO: EL ESPACIO EN LAS OBRAS RECIENTES DE HUMBERTO CASTRO, 2007
por Ricardo Pau-Llosa
Siempre un protagonista en la pintura de Humberto Castro, el espacio de alta presencia textural—no obstante luminoso, seductor y sutil—adquiere un nuevo papel en su obra. Las paradojas deliciosas que habitan su pintura—raptos misteriosos, danzas sublimadas, acrobacias reflexivas, jaulas germinantes, combates sospechados, y vigilancias elegantes—surgen en estas nuevas obras, pero en un desbordante espacio casi monocromático cuya topografía amplía las figuras y acciones que parecen, a su vez, reducir en tamaño. Estas nuevas obras operan bajo el entendimiento que el vacío padece de pudor visual y entrona cuan detalle, tono, textura o imagen retumbe en su dominio. Como tal, no existe la nada en la conciencia, y todo espacio que aluda a ausencia sólo consigue enriquecer en intensidad lo que por fuerza se ubica en él.
Humberto Castro nació en Cuba en 1957 y ha vivido en el exilio desde 1989, por diez años en París, y desde 1999 en Miami y Nueva York. En La Habana su pinturas, grabados, dibujos e instalaciones recogían un amplio renglón de personajes y situaciónes—Icaros y máscaras, minotauros y figuras en metamorfosis—que hábilmente integraban una sensibilidad pictórica con una imaginación teatral. Lo central de su pensamiento visual siempre ha sido ese sentido de la acción, cada vez más concentrado y enfocado en los elementos esenciales sin los cuales la presencia del tiempo no pudiera registrarse en una imagen. En estas obras recientes, la compresión da paso, en la forma paradójica que caracteriza la obra de este artista, no a la reducción sino al lujo textural del espacio.
En estas obras la renovada inmediatez de la textura ampara, y es amparada a su vez, por una elevación en la intensidad y complejidad del componente narrativo. A lo largo de su obra, Castro ha sido un pintor cuya sensibilidad por la teatralidad ha sido evidente. Teatralidad en el mejor sentido de la palabra, en la afirmación implícita que toda imagen visual conlleva ideas, representaciones, trastiendas—si se quiere—de connotaciones y ramificaciones que van mucho más allá de lo sensorial. Pero en estas obras Humberto Castro ha refinado y profundizado las tramas que florecen en sus lienzos.
Por ejemplo, en “Dejando el oasis,” un solitario navegante en una estrecha y casi llana embarcación se aparta de dos árboles. Cursa por un río o un estanque cuyo carácter fluído sólamente es revelado por la presencia del navegante. El oasis es la insinuación de tierra firme que él deja atrás, invirtiendo el significado de las palabras con gran fruición, pues oasis implica un hito de agua en un desierto, pero el hombre viaja sobre agua, y deserta la firmeza ilusoria para abrazarse de la fluidez, quizás la libertad, de su andar. En “El guardián,” un torso masculino surge del tronco de un árbol, rodeado de árboles íntegros. Sujeta una rama arrancada. Evocando mitos de diversas herencias—desde el animismo yoruba a Humbaba en Gilgamesh a la laureada Daphne—el hombre no cuida sólo porque es hombre, sino porque es quien desea cuidar. Y este tipo de deseo, o de compromiso con el deseo que es la esencia del destino y el deber, viene cuando conciencia interseca con condición. El hombre es árbol y es hombre, en esta obra, por lo tanto cuida lo que es, y cuida además lo que no puede valerse solo.
Los títulos de las obras de Humberto Castro siempre han jugado, en este sentido, un papel determinante, pero en estas obras el pintor alcanza un verdadero esplendor poético. Son los títulos los que apuntan al caracter casi Zen de estas obras, su sencillez y paradójica profunidad, en el cual personajes navegan o descansan en espacios que son paisajes depurados y a la vez muros. Como muros se nos presentan simultáneamente nascientes y erosionados. Como paisajes son también páginas, entradas a espacios que sólo la mente y la imaginación conocen.
La clave en la pintura de Humberto Castro, lo que le brinda unidad y relevancia, siempre está en la sensualidad. En períodos anteriores la crudeza del gesto y la textura adelantaban esta ambición visual, a la vez que figuras arquetípicas desempeñaban sus pasiones y travesías por cuerdas flojas, aguas desterrantes, y combates tan físicos como síquicos. En estas obras, la ausencia es un suspiro de laberinto, un golpe del instante que separa el protagonista de todo contexto y lo convierte a él o ella en el contexto. La fijeza de la idea se desborda en el diván del instante hecho paisaje en la mente. Inclusive, en estas obras, el laberinto, imagen que ha surgido de varias formas en su obra anterior, también aparece bajo el velo de una texturación envolvente que domina todas estas obras. La piel del momento es el sello del mundo en la mente, pues ésta le imprime una presencia dactilar a lo visual en lo profundo de la contemplación.